domingo, 8 de marzo de 2015

The Grand Budapest Hotel (2014)



(Wes Anderson y yo.
Lo que queda de una angustia feliz)

Tengo pocos recuerdos de mi niñez tan significativos como este.
Cuando tenía aproximadamente diez años, estaba en el comedor de mi casa con mis padres, haciendo zapping constante con los desalentadores canales de cable. En el ir y venir de señales, visualizamos que empieza una película en Cinemax, supongo que era un domingo, porque los tres nos sentamos a verla. Cuando terminó, quedamos mudos. Recuerdo decirle a mi madre; "Mamá, ¿viste esa sensación que te queda después de ver una película así?". ¿Melancolía? Una extraña sensación de angustia feliz. Me acuerdo que quedé dominado por esa sensación, subí a la azotea de mi casa y me puse a pensar. Razoné todo lo que vi y sentí al ver la película, los valores de plano, los colores, la música, y especialmente el guión y lo que me había trasmitido. Ese fue el momento decisivo en que con solo diez años de edad me di cuenta que el cine lo era todo para mí. Quería hacer películas como esas, poder trasmitirle a alguien lo que yo había sentido en el momento de ver dicha película. Iba a ser un director de cine. Esta película fue The Royal Tenembaums.
Sé que la historia de cómo un niño de diez años confirma su vocación artística puede sonar tan cursi que patea, pero las historias cargadas de sentimientos y descubrimientos personales son las que hacen a narradores como Salinger o Herman Hesse genios en su técnica. Historias melancólicas, familias disfuncionales, sonrisas desanimadas y situaciones en que la incomodidad toma la mano de la ternura, son las que llevan a estos personajes reflexivos y depresivos a encontrarse en su propio universo. En el séptimo arte, directores y guionistas como Peter Bogdanovich, François Truffaut, Mike Nichols, Noah Baumbach, Alexander Payne, entre otros, logran no solo con la historia, sino con técnicas cinematográficas trasmitir estos sentimientos. Actualmente, Wes Anderson es quien lidera, en crítica, popularidad y taquilla, esta rama de la narración.

No vale la pena ponerse a hablar de lo que ya todos sabemos; los detallados decorados, los colores pastel, los planos simétricos, las pintorescas vestimentas. Ya no podemos evitarlo, Wes Anderson está en boca de todos. Lo que empezó como un proyecto de cine independiente que parecía que iba a ser culto eterno para algunos y simples ñoñadas para otros, termino siendo el director predilecto de la generación vintage. Ya no hay que ser un soñador despierto o un cinéfilo medianamente deprimido para disfrutar las últimas películas de Anderson. El circuito mainstream se lo tragó, volviendo así sus obras más accesibles a todo tipo de público. Se ve claro en sus últimas dos producciones, un poco en Moonrise Kingdom (2012) y especialmente en The Grand Budapest Hotel (2014), dos películas donde la estética wesandersoniana se ve explotada hasta el hartazgo. Parece que nuestro amigo Wes, descubrió que es lo que a la gente le gusta ver en la pantalla; las paletas de colores sofocantes y los escenarios rococó, los personajes obviamente excéntricos y su insoportable estética. Las historias dejaron de ser tan interesantes y los personajes tan profundos, para centrarse en los puntos ya nombrados.

The Grand Budapest Hotel, el último film de Anderson, es el abuso de sí mismo. Cada cuadro está compuesto por colores y detalles que no dejan ni un espacio en falso, aunque más de una vez lo necesite. Los escenarios y las vestimentas van perdiendo la sutileza que los caracterizaba en obras anteriores. El Hotel Budapest es una maqueta rococó de rosado pastel chillón, en un fondo exageradamente montañoso que parece una pintura de época,  poco creíble a los ojos. Pierde la sutil belleza que tenían, por ejemplo, el Belafonte, el magnífico barco de Steve Zissou, o la adornada mansión Tenembaum, que contaban con el grado justo de armonía estética.

Los nuevos personajes van perdiendo la humanidad que tenían los anteriores. Podían ser raros y peculiares pero no perdían esa conexión con el mundo de los seres reales, no importa de qué época fueran ni de qué familia provinieran, eran personajes especiales pero humanos. Tanto Max Fisher, el adolescente snob de Rushmore (1998), o Margot, la hija adoptiva de la familia Tenembaum, eran personajes excéntricos, encantadores y profundamente estéticos dentro de su universo. A diferencia de prácticamente todos los personajes que merodean en el hotel Budapest, que parecen caricaturas de películas anteriores, son seres alienados que no logran ser creíbles ni dentro de su propio estilo. Es el abuso, el ser consciente de que es lo que a la gente le gusta de uno mismo.  Las últimas películas de Anderson parecen estar realizadas para un público conformista y obvio.
Por ejemplo, Moonrise Kingdom, el film protagonizado por dos niños de doce años enamorados que conviven en un mundo mostaza y vintage, cuenta con algunos diálogos exquisitos y escenas memorables, pero algunos personajes parecen reciclados  y la historia contiene baches que no son fáciles de ignorar. De todas maneras, es una película encantadora que funciona muy bien, tanto para un público mainstream como para un público más exigente. Deja en evidencia que está diseñada para que, hasta el más duro de los espectadores diga "awww", con lo bueno y lo malo que esto conlleva.

Por supuesto, no es el primer director al que le paso esto, diez años atrás Tim Burton vivía la misma situación, pasar de ser un director con estilo propio a ser un abusador del estilo. Si recordamos sus primeras películas, Beetlejuice o Edward Scissorhands, son películas originales y con una estética propia entre lo caricaturesco y lo gótico, que dejaban a uno emocionado y sorprendido. Da lástima compararlas con las nuevas producciones de Burton, películas sin gracia alguna, donde las historias se pierden en un decimo plano y los filtros digitales arruinan una estética que el mismo patentó. Eso sí, éxitos de taquilla, generadores de merchandising, y amadas por los adolescentes, es decir, una estrategia de marketing.

En conclusión, nos falta un poco para que Wes Anderson sea “el nuevo Tim Burton”, sus producciones aún tienen alma,  y todavía no vemos niñas con remeras de Mr. Fox. Tal vez,  es muy pronto para atacar a Anderson de esta manera, capaz que su próximo film vuelve a ser una obra única, original y personal como lo eran las primeras. ¿Quién sabe? Yo, Demian de veintidós años, y yo, Demian de diez, aún no perdimos la esperanza.

Adrien Brody como Dmitri Desgoffe und Taxis


-Demian

1 comentario:

  1. Mirate listen up phillip si ya no lo hiciste, me dq la sensación que alguiennquiso mezclas 500days with summer con rushmore

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